Todo empezó a orillas del mar
el Pacífico o el Atlántico, da igual.
Ahí está la línea divisoria
entre el agua turbulenta
de las olas que se asoman
o la memoria que deja la estela
en el vaivén de lo que añora.
Caracolas que marcan el camino
mientras van dibujando su destino
y se confunden con las pisadas
de la profunda huella humana
que corrompe el propio rumbo
de esas horas tan amadas.
Entrar y salir con la marea
inhalar y exhalar su calma
soportar que las rocas lastimen
al rozar las manos y los pies
hasta esperar que la sal nos cure
cada nueva herida de la piel.
El canto de las olas baila
al ritmo de la respiración
en cada subida y cada bajada
como en el sexo, el ardor
del parto o la llegada
de la muerte y su emboscada.
Ninguna ola es igual a la anterior
ni la espuma deja la misma marca
en la corriente que frena y avanza
que arrebata sin previo aviso
un pedazo del corazón partido
por el océano absorbido.
Pero con el tiempo devuelve
arenilla en forma de suspiros
todo lo que escupe desde adentro:
los recuerdos de mil adioses
la suerte de algún encuentro,
o la presencia de un nuevo arribo.