Encarnación Ezcurra

RELATO

Julio 1833 – Encarnación visita a su suegra Agustina López de Osornio a su estancia “Rincón de López”

 

  • La vengo a ver Doña Agustina por una única razón. Le traigo recados de parte de su querido hijo, que me ha indicado antes de su partida a la frontera en el desierto. No vengo con otro propósito que éste, no quiero molestarla ni robarle su preciado tiempo.
  • No es una molestia Encarnación. Además toda noticia que venga de parte de Juan Manuel me alegrará. Quédese un rato y cuénteme cómo se encuentra él. Afuera están cuereando una vaquillona, habrá un delicioso costillar.

 

Sin prestar mucha atención al forzado gesto de su suegra, Encarnación continuó hablando:

 

  • Le he escrito varias cartas, pero como usted sabrá, Juan Manuel es un hombre de pocas palabras, y muchas acciones. He sabido que tiene buena relación el indio y que está negociando bien en la frontera, en provecho de la gobernación.
  • Eso lo saca de mí. De mi padre. Siempre se ha intentado mantener una buena relación con el indio, con el campo. Y aunque mi padre y mi hermano hayan sufrido la mala suerte de caer víctima de los indios, se han sabido manejar entre ellos. Yo lo aprendí también y se lo transmití a mis hijos. Los indios son de nuestras tierras y qué mejor que ellos para trabajarlas y nosotros los hacendados para administrarlas.
  • Juan Manuel me ha contado sobre su abuelo, aún sin haberlo conocido. Y entiendo que tiene ese diálogo particular para con ellos y los gauchos. Un diálogo que yo también intento mantener desde nuestra estancia “San MArtín”
  • Es cierto, pero se le ha dado por la política, y eso para mí se aleja de nuestra tradición en el campo, el orden y la administración. ¿Qué se puede lograr si no solo ruptura y violencia a través de la política? Juan Manuel ha sido criado para la hacienda, para el campo y el provecho que de allí sale.
  • Y lo hace Doña Agustina, pero no se puede hacer próspera nuestras tierras, ni proteger al gaucho y al indio trabajador sin el orden político que lo permita. Ese orden lo ha establecido su hijo.
  • yo doy gracias que sólo han sido unos pocos años. Vale más su campaña al desierto que las intrigas y artimañas de la política de Buenos Aires, que solo nos aleja unas familias contra otras. ¡Familias que además hemos sido históricamente muy amigas!
  • Yo le quiero avisar Doña Agustina, que su hijo va a volver, y volverá a gobernar. yo misma estoy cuidando sus intereses hasta que vuelva. En mi casa se recibe a todas aquellas personas que le son fieles en su pensamiento. Cumplo con mi deber de esposa del restaurador manteniendo un orden en la estancia, comunicándome con esos cismáticos que más que rosistas parecen unitarios. No podemos permitir que vuelva la anarquía. Es preciso defender a la Santa Federación, de lo contrario los más humildes, los más desprotegidos quedarán sumidos en la desgracia, sin el amparo de aquel que garantice su protección y consejo. Y ese es su hijo.
  • Con lo que me ha costado a mi disciplinar a Juan Manuel! Ahora usted me dice que el tiene lo que se necesita para disciplinar a otros!
  • Por supuesto, a usted se le debe esa disciplina. Y déjeme decirle, también a usted se le debe esa excesiva generosidad. Sirve para proteger a los más débiles. Pero no es fructuoso que lo sea entre sus pares. Juan Manuel no utiliza su fuerza con algunos que claramente abusan de él, como la utiliza para con sus peones. Se deja robar y traicionar en sus negocios y hasta por los que son parte de su mismo partido. Y yo se lo advierto cuando puedo.
  • Y dígame, realmente, ¿la escucha? ¿Le contesta sus cartas? – Le dijo su suegra en tono irónico
  • No necesito que me responda mi marido. Su silencio basta para entender que él acepta mi deber. Recibo en nuestra casa a los más modestos, y por las noches llegan las familias más tradicionales con quienes compartimos las mismas ideas, las apostólicas. Hasta su regreso no dejaré de responder a las demandas y mantener en alerta al juez de paz contra cualquier enemigo de Rosas.
  • Ahora entiendo las malas lenguas sobre usted Encarnación. Al parecer ha tomado las riendas de la política en ausencia de Juan Manuel.
  • Podrán pensar lo que quieran. Yo le informo todo a mi marido, y estoy convencida que está de acuerdo con cada paso que doy. Más si ello es en favor de su persona y sus principios. Él mismo siempre me pidió que “abriera los ojos a los paisanos fieles que los tengan cerrados, y muy especialmente a la de los pobres”. Creo que estoy cumpliendo bien sus órdenes, pues no he dejado de informar a los periódicos y en mi propia casa acerca de las verdades que ocurren, para que no sean engañados. Los paisanos me quieren.
  • Lo que me está queriendo decir entonces es que está preparando una suerte de revolución. ¡Me resulta aberrante! no es su rol como madre y esposa estar inmiscuida en los asuntos políticos de su marido.
  • Lo que es aberrante es permanecer con ojos cerrados ante la realidad que nos rodea. El desorden que dejó el gobierno de Balcarce, el descuido de los más desfavorecidos y la traición a quien ha sabido instaurar las leyes luego de tanta anarquía y violencia innecesaria. Si para ello se necesita una revolución, pues que así sea. La debilidad de los nuestros frente a esos casacas lomos negros es lo verdaderamente aberrante. A mi me basta con decir la verdad, y Rosas lo sabe. Yo soy su primera colaboradora, y le sirvo más que sus mejores amigos.
  • ¿La misma verdad con la que me informaron que estaba embarazada para poder casarse?
  • Esa fue idea de su “ingrato hijo”. Pues usted a mí no me intimida.

 

 

Encarnación muere de una enfermedad desconocida, de forma repentina a los 45 años de edad en 1838, cuando su marido ya estaba ejerciendo los plenos poderes de gobernador. Su funeral fue de los más solemne. Se proclamó el luto federal, y se obligó a toda la población a vestirse así, no solo con la divisa punzó sino también con dos cintas rojas en los sombreros. Se dieron más de 100 misas en los días consiguientes. Rosas no acudió al funeral. Se puede decir que fue a causa de su tristeza, o de no exponerse en esa situación.

 

BIO

 

El orden y el deber. La familia y la política. Mujer de fuerte carácter, escondida tras una mirada seria y fría. Fue ella quien lo llevó al poder. Fue ella quien le abrió el camino a sus facultades extraordinarias y fue ella quien impulsó la rama más radical del restaurador de las leyes. La lealtad por sobre todo, mujer de decisión e inteligencia.

 

Estamos hablando de la Heroína de la Santa Federación, de la primera política que sobrepasó los límites del hogar como espacio de acción, hacia el ámbito público. La mujer que, devota de su esposo, le aseguró su lugar como restaurador. Sin duda patriota, fue su colaboradora, su mente en las sombras, su “mejor amiga y compañera”, su otro yo. Encarnación Ezcurra, la mujer de Juan Manuel de Rosas, el Restaurador de las Leyes.

 

Encarnación Ezcurra y Arguibel (1795 – 1838) era hija de Teodora Arguibel de Ezcurra y nieta de Felipe Arguibel uno de los tutores de Agustina López de Osornio (su suegra) y sus hermanos. En 1813 se casó con Juan Manuel de Rosas luego de anunciar un “falso” embarazo ya que su suegra no estaba de acuerdo con la pareja.   La relación entre Agustina y su nuera no era buena y decidieron los recién casados irse de la casa de los Rozas. Allí es cuando Juan Manuel armó el saladero y compra “Los Cerrillos” en Monte con Dorrego y Terrera.

Encarnación fue madrastra antes que madre, de Pedro Rosas y Belgrano, el hijo extramatrimonial de su hermana Josefa con el General Belgrano. En 1814 nació su primer hijo Juan Bautista Pedro, en 1816 María de la Encarnación que murió apenas nació, y finalmente en 1817 Manuela Robustiana, la histórica mano derecha de su padre, “Manuelita”.

Encarnación, al igual que Juan Manuel, tenía una especial relación con el campo, los peones y los indios. Sostenía una gran admiración por su marido, y era tímida pero al mismo tiempo fría y decisiva. Durante la partida de Rosas a la Campaña del Desierto en 1833, Encarnación fue la arquitecta de la Revolución Restauradora que tenía como objetivo darle plenos poderes a su marido en su función de gobernador de la provincia de Buenos Aires. Ella fue quien, además, lideró el centro de inteligencia que luego fue conocido como “La Mazorca” con el cual obtenía información y perseguía a todos aquellos disidentes de las ideas de la Santa Federación. Las cartas que ella le enviaba a su marido antes de su vuelta son prueba de que era una exponente de la mujer política de la clase dirigente criolla en el siglo XIX. Murió tiempo después de que Rosas asumiera como gobernador en 1838.